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Archive for noviembre 2009

Un desengaño

¡Cuántos y cuan variados placeres nos ofrece la vida! Hay infinitas posibilidades de disfrutar si estamos predispuestos a ello. Yo tengo un abanico enorme al que echar mano, pero uno de mis favoritos es estar en casa. Me gusta muchísimo estar en casa.
Me gusta la envolvente atmósfera que hemos creado, los rincones decorados con el único propósito de ser disfrutados, vividos. Me encanta llegar a casa y ponerme ropa vieja, tan poco favorecedora como cómoda. Me gusta revolotear por la cocina con la radio puesta. Me gusta tumbarme en un sofá con una mantita de mucho pelo a criticar los programas de la tele. ¡Y qué voy a contaros de mi pequeña biblioteca! Ordeno y desordeno; me regocijo con sólo mirar mi pequeño tesoro de apenas doscientos libros…
De todas las horas del día, la que más me gusta es la de bajar las persianas. La sensación que más me agrada es la de seguridad, la de saber que nada ni nadie puede ya incordiar mi descanso. Saberme a salvo del mundo, con todo lo potencialmente malo al otro lado de las paredes, lejos de miradas indiscretas, a cubierto de lluvias, de vientos… Estar en casa es como estar lejos de cualquier peligro, protegida. Esa es la palabra: protegida.
Pero ¿y si todo eso se viene abajo? Y cuando digo venirse abajo me refiero a literalmente. ¿Y si se me cae encima el techo que debería protegerme? ¿Cuántos segundos duraría mi desconcierto, mi desilusión, mi desengaño? Supongo que pocos, pero el dolor, a veces, se hace más intenso en un segundo que en toda una vida, y el dolor del desengaño es más mortífero que cientos de toneladas de escombros.

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Un recuerdo

¡Qué mundo tan complejo este de internet!
A mi me gusta especialmente. No hay las odiosas barreras de nuestro otro mundo. Aquí no se ve lo feo, lo guapo, lo alto, lo bajo, lo gordo, lo flaco… Aquí se ve lo de dentro. Yo no creo que la gente aproveche el anonimato para ser quien no es, sino que aprovecha esa situación precisamente para mostrarse tal cual es, sin miedo a que esa cualidad de «ser» quede oculta por lo externo.
Este pseudopensamiento me asalta a raíz de un recuerdo, o, para ser más exactos, de alguien a quien recuerdo muy a menudo, alguien con quien sentía una conexión especial y que se ha diluido en este mundo virtual sin dejar rastro.
He comenzado a leer un libro, una trilogía, que ella, pues es una chica, me recomendó muy apasionadamente. Y esto me hace tenerla muy presente estos días.
He comenzado a leer Verdes valles, colinas rojas, Cov, mi maravillosa Cov, y me acuerdo de ti.

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Problemas

Hay temas jodidos de abordar para mi, porque sé que puedo no ser objetiva y eso es algo que siempre me asusta un poco.
Hace días que en todos los medios de comunicación fue noticia un niño de Orense con sobrepeso. Yo le presté especial atención porque en mi casa tengo ese «problema», y ahora explicaré el por qué de las comillas. No voy a pronunciarme sobre el caso concreto de esa familia porque desconozco muchísimos detalles, pero expondré mi experiencia concreta para que tengamos, en lo posible, otra visión del tema.
Mi mediana tiene sobrepeso. Tiene once años y pesa alrededor de setenta kilos. Aquí daré también un dato que a mi me ha faltado siempre en todo este tema, y es la altura, que aunque no lo parezca es fundamental, ya que no es lo mismo pesar setenta kilos midiendo 1.40 que pesar setenta kilos midiendo 1.70, que es lo que mide mi hija. Arrastramos este «problema» desde prácticamente su nacimiento. A los dos meses ya doblaba lo normal en el percentil (esto es la tabla de referencia para pesos y tallas que utilizan los pediatras) cuando sólo se alimentaba de leche, por lo que no creo que sea un problema de mala alimentación. Y nunca, nunca, ha estado dentro de los parámetros normales.
Las visitas al pediatra para las revisiones a mi me provocan siempre unos nervios terribles, porque ya me sé de memoria el sermón: esta niña tiene demasiado peso, a esta niña hay que controlarle más la comida, esta niña debe hacer más ejercicio, esta niña…… bla, bla, bla.
Llevo sin dejar disfrutar una comida a esta niña unos siete años, con el consiguiente estrés emocional que eso conlleva, para ella y para el resto de la familia. Llevo todo ese tiempo dándole a las otras un mimo en forma de galleta de príncipe o de onza de chocolate siempre a escondidas de su hermana, algo que para mi sí es un problema. Pero a los médicos sólo les importa la puta salud física, y hacen caso omiso de la salud mental. Nos bombardean con campañas contra la anorexia, contra la importancia excesiva que damos al aspecto físico, sin embargo si te pasas de peso te ma-cha-can. Pero, ojo, te machacan de boquilla, porque a la que pides un endocrino para que te ayude a controlar ese «problema», lo primero con lo que te enuentras es con una negativa, ya que «a estas edades» no es recomendable un régimen tal como lo conocemos. Todo lo que hacen es darte una serie de consejos (consejos que cualquiera con dos dedos de frente ya ha puesto en marcha) como pueden ser lo de no cenar en exceso, no comer entre horas, comidas a la plancha, frutas y verduras… y te dan un papelito con la pirámide de los alimentos. A eso se reduce la ayuda, a eso y a tener un control de peso, que no es otra cosa que aparecer por allí una vez al mes a que se pese la niña, y a recibir la bronca porque no ha bajado nada (así que tengo motivos para pensar que el «seguimiento» al que se refieren en la noticia también se reduce a eso).
Luego estan las contradicciones entre médicos. La anterior pediatra de mi hija me dijo, cuando la niña tenía seis o siete años, que no se puede hacer adelgazar a un niño de esa edad, sino que lo hay que conseguir es que no suba de peso, y la psicóloga que ahora la atiende lo primero que le ha retirado es ese control estricto sobre la comida, porque le afectaba, y mucho, a su autoestima, incluso más que el complejo físico, que a decir verdad nunca ha sido muy acentuado. Mi hija cada vez que hace un gesto tan normal como alargar la mano para coger un último trocito de pan, o para coger de la bandeja algo que no está en su plato, lo hace tan furtivamente, mirando de reojo a quien le pueda echar la bronca, y con tanto miedo que estoy convencida de que no puede ser sano para su autoestima lo que hacemos con ella, como ya queda constatado con la necesidad que ahora tiene de ser asitida por un psicólogo, ya que los problemas de conducta que presenta tienen origen, en un grado bastante elevado, en las diferencias que ha tenido que soportar en la mesa en relación a sus hermanas.
No dudo que haya padres que atiborren a sus hijos, no pongo en duda la buena fe de algunos médicos, pero cuando intuyes que la genética está jugando en contra, y esos médicos te tratan haciendo caso a la generalidad, te entran ganas de cagarte en todo.
Aclaro que mis otras dos hijas tienen un peso completamente normal. Aclaro que mi mediana es la que más sano come de las tres. Aclaro que en mi casa no entra un sólo bollo, ni una sóla comida precocinada, ni golosinas, ni gominolas, ni caramelos, ni ná, y lo poco que entra, como digo, es o galletas o chocolates y a escondidas, algo que os aseguro rasga el corazón más duro. Y aclaro, por último, que pocas cosas hay más dolorosas que negar, no una, ni dos, ni tres veces, sino toda una vida (triste período de once años) la comida a un hijo.

Y me callo mi opinión sobre la condición gitana del niño, y me callo la opinión que me merecen estos «veladores de la salud» que quitan niños por sobrepeso pero no quitan niños con déficit de alimentación porque los síntomas no son tan evidentes. En fin, me callo.

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